19 de abril de 2015.
Por: Lucas Dalfino.
Las despedidas de familiares o amigos que viajaban en tren eran particularmente sentidas y emocionantes.
El lector no vaya a pensar que lo que leerá es producto de mi fantasía. Para nada. Son escenas de la vida real, de la vieja y, a veces, añorada realidad salteña, esa que ahora parece de otro mundo. Me refiero a esa Salta con trenes. En esa época la estación del ferrocarril, cuyo esqueleto todavía permanece, como un fantasma, en la calle Ameghino, recibía en sus andenes, tanto en la llegada como en la partida de los trenes, a centenas de personas. Las despedidas de familiares o amigos que viajaban eran particularmente sentidas y emocionantes. Abundaban los besos, abrazos, lloriqueos y recomendaciones. Ningún otro medio de transporte se le equiparaba al tren. La mayoría de los salteños lo utilizaba, y el Cinta de Plata, ese tren del recuerdo, era la niña bonita. Y los andenes eran el escenario inigualable para escenas como la que sigue. Cuando un muchacho se iba a estudiar, a Tucumán o a Córdoba, y aun a Buenos Aires, la estación se vestía de gala, y sus andenes eran una fiesta.
El lugar, como diría un tucumano, se "ponía hasta la tusa".
La familia en pleno, incluidos los abuelos, los hermanos, tíos, amigos, vecinos y hasta el perro, iban a despedir al futuro doctor o ingeniero.
Las madres lloraban a moco tendido, como se dice, o se decía, pero la aflicción no les impedía entregarle al hijo viajero una canasta conteniendo un pollo horneado, un frasco con mazamorra (pa'postre), y una estampita de la Virgen del Milagro para desbaratar cualquier terremoto del ánimo.
Y si esa noche, porque la partida del Cinta de Plata era nocturna, también viajaban grupos de cadetes militares, tan en boga en esos días, la cosa de ponía brava porque las noviecitas, inevitablemente, no podían evitar las comparaciones.
Los miliquitos, advertidos de la atención que provocaban, se paseaban como pavos reales luciendo sus patrióticos uniformes, y mirando con desdén a los "pobres civiles" cuyo destino no los llevaría más allá de una carrera de abogacía, medicina o científica, mientras que a ellos los podría estar esperando la Presidencia de la Nación.
Con la segunda campanada, la penúltima de la noche, avisando la partida del Cinta, se multiplicaban los consejos: -No te juntés con chinitas, elegí bien a tus amistades, rezá, pedían las madres.
-Hacé un telegrama en cuantito llegués, exigían los padres.
Y los filitos y noviecitas: -No me olvidés, escribí.
Los amigos cantaban la "López Pereyra", en desvergonzada imitación de "Los Chalchaleros", que acababan de aparecer. Algunas mamás ensayaban desmayos fugaces. El viajero sacaba medio cuerpo por la ventanilla, haciéndose el canchero, mientras sus ojos se prendían con fuerza de la figura de su amada, que ya suelta y rota de emoción trotaba a la par del convoy en marcha. El perro toreaba.
http://www.eltribuno.info/esas-noches-trenes-y-adioses-n536370
Por: Lucas Dalfino.
Las despedidas de familiares o amigos que viajaban en tren eran particularmente sentidas y emocionantes.
El lector no vaya a pensar que lo que leerá es producto de mi fantasía. Para nada. Son escenas de la vida real, de la vieja y, a veces, añorada realidad salteña, esa que ahora parece de otro mundo. Me refiero a esa Salta con trenes. En esa época la estación del ferrocarril, cuyo esqueleto todavía permanece, como un fantasma, en la calle Ameghino, recibía en sus andenes, tanto en la llegada como en la partida de los trenes, a centenas de personas. Las despedidas de familiares o amigos que viajaban eran particularmente sentidas y emocionantes. Abundaban los besos, abrazos, lloriqueos y recomendaciones. Ningún otro medio de transporte se le equiparaba al tren. La mayoría de los salteños lo utilizaba, y el Cinta de Plata, ese tren del recuerdo, era la niña bonita. Y los andenes eran el escenario inigualable para escenas como la que sigue. Cuando un muchacho se iba a estudiar, a Tucumán o a Córdoba, y aun a Buenos Aires, la estación se vestía de gala, y sus andenes eran una fiesta.
El lugar, como diría un tucumano, se "ponía hasta la tusa".
La familia en pleno, incluidos los abuelos, los hermanos, tíos, amigos, vecinos y hasta el perro, iban a despedir al futuro doctor o ingeniero.
Las madres lloraban a moco tendido, como se dice, o se decía, pero la aflicción no les impedía entregarle al hijo viajero una canasta conteniendo un pollo horneado, un frasco con mazamorra (pa'postre), y una estampita de la Virgen del Milagro para desbaratar cualquier terremoto del ánimo.
Y si esa noche, porque la partida del Cinta de Plata era nocturna, también viajaban grupos de cadetes militares, tan en boga en esos días, la cosa de ponía brava porque las noviecitas, inevitablemente, no podían evitar las comparaciones.
Los miliquitos, advertidos de la atención que provocaban, se paseaban como pavos reales luciendo sus patrióticos uniformes, y mirando con desdén a los "pobres civiles" cuyo destino no los llevaría más allá de una carrera de abogacía, medicina o científica, mientras que a ellos los podría estar esperando la Presidencia de la Nación.
Con la segunda campanada, la penúltima de la noche, avisando la partida del Cinta, se multiplicaban los consejos: -No te juntés con chinitas, elegí bien a tus amistades, rezá, pedían las madres.
-Hacé un telegrama en cuantito llegués, exigían los padres.
Y los filitos y noviecitas: -No me olvidés, escribí.
Los amigos cantaban la "López Pereyra", en desvergonzada imitación de "Los Chalchaleros", que acababan de aparecer. Algunas mamás ensayaban desmayos fugaces. El viajero sacaba medio cuerpo por la ventanilla, haciéndose el canchero, mientras sus ojos se prendían con fuerza de la figura de su amada, que ya suelta y rota de emoción trotaba a la par del convoy en marcha. El perro toreaba.
http://www.eltribuno.info/esas-noches-trenes-y-adioses-n536370
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