domingo, 27 de febrero de 2022

El primer viaje en tren de Argentina fue un desastre: descarriló y el administrador huyó a caballo

 27/02/2022.

Por: Daniel Balmaceda.

En el año 1857 concluyó el tendido de vías del primer ferrocarril porteño y la empresa debió afrontar la oposición de algunos políticos.

 

 En 1857, luego de cuatro años de haber iniciado el proyecto, la "Sociedad el Camino de Fierro en Buenos Aires al Oeste" —integrada por respetables vecinos, casi todos masones de la orden Sol de Mayo— concluyó el tendido de vías del primer ferrocarril porteño. En el transcurso de esos años la empresa debió afrontar la oposición de algunos políticos y de muchos temerosos vecinos que rechazaban la idea y por la noche destruían los rieles o se los robaban. Hasta hubo que firmar una cláusula en la que se aceptaba el reemplazo de la tracción a vapor por la tracción a sangre si la primera se convertía en peligrosa.

El Estado debió aportar fondos (sí, ya existían los subsidios), debido a que las acciones que la compañía puso en venta logró interesar a muy pocos. Pero en agosto de 1857, las vías y las cinco estaciones estaban listas para recibir al tren.

Dos nuevas locomotoras construidas en Leeds, Inglaterra –y que muchos insisten en que habían sido utilizadas para transporte de tropas en la guerra de Crimea, cuando en realidad eran nuevas– llegaron en un vapor a Buenos Aires. Costaron once mil dólares cada una y las bautizaron "La Porteña" y "La Argentina". La elección de los nombres no era caprichosa en momentos en que la Buenos Aires de Bartolomé Mitre se enfrentaba a la Confederación Argentina de Justo José de Urquiza y que el poeta Carlos Guido y Spano promulgaba en su Trova:

"He nacido en Buenos Aires

¡qué me importan los desaires

con que me trate la suerte!

Argentino hasta la muerte

he nacido en Buenos Aires".

La llegada del ferrocarril sumó un nuevo problema a los empresarios.


Los odios desmesurados entre porteños y ciudadanos de provincias

Las diferencias entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación habían provocado odios desmesurados y en algunas provincias trataba de imponerse la idea de que los porteños no eran argentinos. De hecho, el nombre de "porteños" fue dado a los bonaerenses por el resto del país.

La llegada de las moles de hierro en el vapor Borlard sumó un nuevo problema para los empresarios: había que transportarlas –pesaban entre las dos 31.500 kilos y además estaban los 5.000 kilos de cada uno de los cuatro vagones– desde el puerto hasta la flamante estación Terminal, ubicada donde hoy se encuentra el Teatro Colón. Un centenar de marineros, que más bien parecían esclavos egipcios, arrastró a "La Porteña" y a "La Argentina" hasta la playa, en una operación que demandó un par de largas jornadas. Desde allí, durante cuatro días, carretones tirados por una docena de bueyes las llevaron hasta la estación y las pusieron en sus carriles.

Las locomotivas –como se las llamaba en aquel tiempo– quedaron en manos de los ingenieros ingleses John y Thomas Allan, quienes también integraban la logia masónica Sol de Mayo. Los Allan hicieron ajustes y dejaron las locomotivas a punto, listas para el traqueteo. Los socios de la compañía resolvieron hacer un viaje de prueba.

El recorrido experimental se inició el 22 de agosto en la estación Plaza del Parque, donde está el Teatro Colón. Salvo dos pasajeros, ninguno había viajado en tren hasta ese día. Pero los temores desaparecieron cuando "La Argentina" con sus dos vagones cubrió los seis kilómetros y arribó a la terminal Floresta, luego de hacer escalas en las estaciones Once, Caballito y Flores; esta última, construida en terrenos que donó la multimillonaria Inés Indart, nuera de uno de los socios de la compañía, Mariano Miró.

Primer viaje en tren: Dalmacio Vélez Sarsfield, parado en la vía

Entre Once y Caballito detuvieron la marcha cuando vieron que Dalmacio Vélez Sarsfield se encontraba de pie, junto a la vía. Lo invitaron a sumarse y continuaron andando. El abogado cordobés había sido uno de los legisladores que había autorizado la conformación de la sociedad.

Dalmacio tenía su quinta en Almagro (allí se refugiaría años más tarde para escribir el Código Civil), donde hoy se encuentra el Hospital Italiano, y le entusiasmaba la idea de viajar a mayor velocidad rumbo a su descanso. Por supuesto que no era el único: eran numerosas las quintas en Flores —que entonces era el pueblo de San José de Flores— y esperaban sacar provecho de la maravilla tecnológica que rodaría por las calles. Hay que tener en cuenta que el trayecto desde el centro a Flores era muy malo, estaba poblado de pantanos, la costumbre era viajar en carreta tirada por bueyes y el viaje demandaba horas.

El primer viaje en ferrocarril fue en el año 1857.


En Floresta, los pasajeros se felicitaron, brindaron, encendieron los habanos y ordenaron al maquinista calabrés Alfonzo Corazzi —a quien supervisaba el ingeniero John Allan— que regresara al centro. Capitán y tripulantes de la mole se sentían confiados. Por eso, aceleraron un poco la vuelta y viajaban a 40 kilómetros por hora cuando a la altura de Plaza Once descarrilaron.

El tren siguió su marcha a los saltos y quedó semi tumbado en un zanjón. La nuca de Francisco Moreno, el tesorero de la firma, se clavó en la barriga de Felipe Llavallol y lo dejó sin aliento. El habano que venía fumando Mariano Miró le perforó el pantalón y le quemó la cola. Daniel Gowland chocó las cabezas con Alejandro Van Prat y su cara se bañó en sangre. Allan y Corazzi sufrieron traumatismos. El administrador de la compañía, don Bernardo Larroudé, quien ya había viajado en tren en Europa, tomó el primer caballo que encontró a mano y huyó del lugar al galope hasta su casa de Barracas, en estado de pánico. El segundo vagón estaba vacío y volcó de manera completa.

Los que no salieron heridos organizaron una asamblea en el lugar del accidente y resolvieron que había que tapar el bochorno porque aquel suceso podía convertirse en la peor publicidad de la historia de los ferrocarriles argentinos. Volvieron a sus casas y sonrientes, pretendiendo disimular los malestares.

La empresa arregló las vías del tren

La empresa arregló la vía, repuso los setenta durmientes destruidos. El ingeniero Carlos Enrique Pellegrini, padre del futuro presidente, se ocupó de la inspección de las obras y el sábado 29 de agosto de 1857 a la una de la tarde, se inauguró el primer ferrocarril del país. Ambas locomotivas fueron bendecidas por el obispo, monseñor Aneiros, quien desde una grada les lanzó agua bendita. Abordaron el tren el gobernador de Buenos Aires Pastor Obligado, Bartolomé Mitre, Valentín Alsina y Vélez Sarsfield, quien volvió a probar suerte, a pesar de haber participado en el fallido viaje experimental.

En cambio Bernardo Larroudé, el administrador de la Sociedad, prefirió realizar el recorrido en un zaino, acompañando al caballo de acero, a distancia prudencial.

Un mar de pañuelos blancos saludó a los pasajeros. Y hasta hubo lágrimas de despedida, como si se tratara de una travesía de larga distancia o un viaje de ida, sin regreso. El calabrés Alfonzo Corazzi volvió a tomar el mando del pesado transporte. Con mano firme. Pero ya no era a bordo de "La Argentina", sino de "La Porteña", a la cual le colocaron la patente número 1 y se quedó con los laureles. Esa tarde, con pocos minutos de diferencia, ambas máquinas realizaron el trayecto en medio de campanadas de iglesias, sombreros que se agitaban y muchas caras de asombro.

A partir del domingo 30, uno podía trasladarse en tren. Para viajar en el primer vagón, es decir en primera, se pagaban 10 pesos. Quien lo hacía en el segundo vagón, que era la segunda clase, solo abonaba 5 pesos.

Luego de un tiempo, Corazzi se retiró a vivir en Luján donde terminó sus días y "La Porteña" continuó arrastrando vagones hasta 1889. Estuvo un tiempo en un galpón de La Plata, luego pasó a Tolosa, más tarde a Palermo y su penúltimo viaje la depositó en el barrio de Liniers, donde comenzó su inexorable y oxidable ocaso. Fue rescatada en octubre de 1923 por el Museo del Transporte de Luján, quien la solicitó para exponerla. Una moderna locomotora arrastró a "La Porteña" hasta la estación Basílica y desde allí en forma manual fueron empujados sus 15.750 kilos en un trayecto de apenas diez cuadras, pero que demandó dos jornadas completas de tire y afloje. Terminó en Luján, como el calabrés Corazzi.

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